Pablo Iglesias. Recuerdo para una semblanza

(Artículo de Indalecio Prieto, publicado en El Liberal de Bilbao, 11 de diciembre de 1935)

Fue una tarde dominical del verano de 1897 cuando yo hablé por vez primera con Pablo Iglesias. Todavía no se le llamaba “el Abuelo”. No tenía aún la barba blanca con que ha pasado a la iconografía. Sólo algunos hilos de plata se escabullían de entre los rizos rubios y sedosos. Y en la piel, tersa, no habían aparecido los surcos dolorosos que luego fue abriendo en el rostro larga y pesada dolencia. Como otras veces en Bilbao, yo acudí aquella tarde a Gallarta, y, como otras veces también, salí tras él formando en su cortejo de admiradores. Pero ese día la caminata, de ordinario hasta la casa de Facundo Perezagua, era mucho más larga. Además, el afecto de algunos viejos socialistas que me conocían rompió el cascarón de mi encogimiento; esos amigos —a todos los cuales se los llevó envueltos en sus negras alas la muerte— hicieron que me colocase al lado de Iglesias y me presentaron a él. Y entonces la palabra que acababa de electrizar en el frontón gallartino a una muchedumbre de mineros se fue desgranando con unción evangélica para mí solo, mientras marchábamos a pie por la carretera de Gallarta a Ortuella y de Ortuella a Portugalete. Los demás callaban. De cuando en cuando, con esos relámpagos de osadía que han moteado siempre mi característica timidez, y que a tanta gente ha hecho incurrir en error sobre mi psicología, entreveraba alguna pregunta para suscitar temas en los que quería escudriñar mi curiosidad anhelante. Al llegar a Portugalete nos enteramos en la estación de la sensacional noticia: un italiano —[Michele] Angiolillo— había matado horas antes en el balneario de Santa Águeda a Cánovas del Castillo. En la media hora de tren desde Portugalete a Bilbao sólo se habló del trágico suceso. Yo, sentado junto a Iglesias, no perdía sílaba de sus comentarios, en los cuales aparecía evocada la visión espeluznante de los tormentos de Montjuic y se citaba el nombre de quien, deshonrando su uniforme, había asumido funciones infinitamente más viles que las del verdugo. “¡Toda España es Montjuic!”, se dijo entonces. “¡Y en todo tiempo!”, podemos añadir ahora.
Desde aquel día, no me faltó la aleccionadora charla con Pablo Iglesias siempre que éste iba a Bilbao. Adelantaba yo la hora de mi comida para acompañarle en el establecimiento de Perezagua mientras él hacía muy frugalmente la suya. Paseábamos juntos, y los días de elecciones era yo, por su designación, quien le acompañaba en coche a recorrer los colegios. En una de aquellas jornadas, apenas comenzada la votación, el coche en que recorríamos los barrios altos de la villa encontró obstruido el paso por una multitud enloquecida. El puñal alevoso de un maleante, al servicio de la candidatura monárquica, había partido el corazón a Sotero Ayuso, sobrino del concejal socialista Felipe Merodio, a la vista de éste, que presidía la Mesa electoral de la calle de Hernani. La muchedumbre quería vengarse, arrasar, destruir. Iglesias aplacó con frases ponderadas la ira: había que trabajar, proseguir la elección, sin hacer el juego a los enemigos, Y el gentío, aunque rebulléndole la furia dentro del pecho, se dispersó, yendo cada cual a su puesto. Allí estaba en el suyo, dando ejemplo de serenidad, el propio Merodio, que había visto caer asesinado a su sobrino.
Durante las horas de la contienda, Iglesias vibraba, y él, tan cortés, tan afable, incluso se ponía huraño. Alejaba de sí a los correligionarios que dilataban el saludo: “¡A trabajar, a trabajar! No nos entretengamos”, decía imperioso. Pero luego, cuando el escrutinio inscribía las cifras de la derrota, eran los demás los huraños. Iglesias, sonriente, prodigaba sus consejos: el resultado adverso no debía ser causa de desmayo en nadie; el triunfo no podía ser fruto del esfuerzo de unas horas, sino de la constancia y de la tenacidad; era preciso seguir luchando con fe y entusiasmo… Y los decaídos se animaban oyendo estas frases de aliento.
Después…, después para el mozalbete de 1897 constituía satisfacción inmensa figurar también como orador de los mítines en que hablaba Pablo Iglesias. En 1912, siendo yo diputado provincial —mi primera investidura política y la para mí más preciada—, el secretario de la Agrupación Socialista de Bilbao, José Zárate, me trajo este recado: “Iglesias quiere verte; te espera en el Hotel Continental”. Mi sorpresa fue grande. No tenía noticia del viaje y me causaba extrañeza que el alojamiento no fuera el mismo de tantos años: el domicilio de Facundo Perezagua. Iglesias me explicó las razones de su viaje y del cambio de albergue. Se acentuaba cierta antigua división entre los socialistas bilbaínos, y la corriente de uno de los grupos pretendía polarizarse en mí, manteniéndose adicta la otra a Perezagua. Iglesias debía procurar el arreglo de tales diferencias, y en prueba de imparcialidad decidió prescindir de la hospitalidad siempre brindada por su viejo amigo. Quería de mí que le diese facilidades para el cumplimiento de su misión. “Ni quiero ni puedo regateársela —le dije—; las tiene usted todas. Acato desde luego su fallo, sea el que sea. No he de constituir el menor estorbo, y si fuese preciso para la concordia renunciaría mi cargo e incluso solicitaría la baja en el Partido”. Y sin que yo adujera ante él argumentos de la querella, Iglesias falló en forma tal que se le quebró una amistad mantenida inquebrantable desde los tiempos mozos. La mía quedó más estrechada por un nuevo vínculo de gratitud y porque pude apreciar que el espíritu de justicia de aquel hombre no lo mellaban los afectos más hondos.
Años más tarde, en 1917, recién llegado yo de Nueva York, adonde me empujaron los nuevos rumbos que quise imprimir a mi vida, Iglesias me llamó a su casa. Se estaba preparando el movimiento histórico que había de estallar el 13 de agosto. Iglesias estimó necesaria mi presencia en Bilbao, donde ya no residía yo. Obedecí, y la resaca de aquella oleada revolucionaria me llevó fuera de España en el primero de mis exilios.
Con acento de soberbia —reflejo de la verdad, cuya confesión no me avergüenza— dije no ha mucho que hubiera querido estar siempre a discreta distancia de personas de nombradía, a las cuales me aproximé luego para seguir manteniendo mi devoción por ellas, porque al conocerlas de cerca habían desmerecido mucho a mis ojos, pulverizándoseme entre los dedos como muñecos de barro. Con Iglesias me ha pasado todo lo contrario. De más cerca se me agigantaba. En la intimidad crecía su figura. Su palabra, al menos para mí, tenía más fuerza persuasiva en el campo amistoso que en los grandes comicios. Los juicios más agudos, los pensamientos más profundos y los análisis más exactos se los he oído yo a Iglesias en sus paseos mañaneros por Rosales, cuando ya anciano y enfermo salía envuelto en castiza capa española a tonificarse con las caricias del sol. Y eso que era un orador magnífico, de corte moderno, sin ampulosidades ñoñas ni gestos histriónicos, sobrio en la frase y sobrio igualmente en el ademán.
El mismo fenómeno debemos anotar por lo que respecta a su correspondencia privada y a sus escritos para el público. Valen más sus cartas que sus artículos, no obstante resultar los trabajos periodísticos de Iglesias —siempre densos— impecables por su buen método expositivo y por la limpidez de su prosa, factores constitutivos de una extraordinaria sencillez, cuyas enormes dificultades sólo las conocemos bien quienes aspiramos a ella sin lograrla. Recientemente señalé las similitudes que encuentro entre el estilo de Pablo Iglesias y los de otros dos grandes articulistas de la misma época: Pi y Margall y Alfredo Vicenti.

Pablo Iglesias era un genio político capaz de hermanar el rigor de la doctrina con una honesta flexibilidad táctica, ensamblaje que es el quid de toda acción política verdaderamente fecunda. De ahí que mientras laboraba por crear el núcleo inicial del socialismo español, predicara rigideces que impidiesen la confusión, acentuándolas en cuanto se refería a los republicanos —lo cual era naturalísimo, por tratarse de una zona colindante—, y al mismo tiempo admitiese sin raparos que los federales dieran poderes para proclamar oficialmente su candidatura y la de Jaime Vera por Madrid. Y en tiempos todavía muy hoscos no vaciló en ocupar la tribuna pública, incluso con monárquicos liberales, para robustecer el clamor de protesta contra los martirios de Montjuic.
Hacía de la dignidad personal un culto. Bastó que salieran unas palabras destempladas de la pluma, tan frecuentemente agria, de [José] Nakens, para causar baja en el cuerpo de colaboradores de Vida Nueva, en que escribían ambos luchadores.
Siempre atento a las realidades nacionales y a las palpitaciones del espíritu público, consiguió que el Partido Socialista, todavía pequeño, pasara a la mayoría de edad con aquella briosa campaña que bajo el lema de “Todos o ninguno” se realizó contra la iniquidad de que solamente los pobres fuesen a perder la vida en las maniguas cubanas, cosidos a machetazos o devorados por la fiebre. Y logró agrandar la autoridad moral del socialismo aconsejando, entre insultos, befas y escarnios —que también alcanzaron, por idéntica causa, a don Francisco Pi y Margall—, que se concediese a Cuba y Puerto Rico la autonomía, y si no bastaba, la independencia, para evitar el desastre que después sobrevino.
Tenazmente opuesto antes a las conjunciones electorales, supo, no obstante, aprovechar el estado que en todo el país provocaron los excesos cometidos al reprimir la “semana sangrienta” en Barcelona, en 1909, y del brazo de los republicanos, en conjunción con ellos, entró, al fin, en las Cortes españolas de 1910. Mantuvo enérgicamente la conjunción contra quienes, desde las filas socialistas, pretendieron deshacerla a destiempo. Los más significados extremistas de entonces, los que combatían a Pablo Iglesias por moderado, utilizando para atacarle el léxico ácrata —aquel en que figuraba como adjetivo preferido el de “adormideras”, para aplicarlo a quienes seguían las aspiraciones del maestro—, los mismos que luego produjeron la escisión comunista, concluyeron reforzando las mesnadas del conde de Romanones y el rebaño del padre [José] Gafo.
Hay quien empareja a Pablo Iglesias con Giner de los Ríos, como hombres de influencia igualmente decisiva en la generación que educaron. Iglesias fue superior a Giner. Este, en efecto, creó un estado de conciencia en un plantel de élite; pero Iglesias, además de crearlo en sectores de mayor amplitud, echó los cimientos de una organización política sin precedentes en España. Salmerón llegó a acaudillar también organizaciones políticas muy potentes, como Unión Republicana y Solidaridad Catalana; pero fueron fugaces, desaparecieron pronto. Ninguna tuvo tanto volumen y consistencia como el Partido Socialista Obrero de España y la Unión General de Trabajadores. Su solidez es tal, que serán necesarias muchas insensateces —¡muchísimas!— para quebrantarla.


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